Soy el niño que acarrea agua en calabazo
creyendo que lleva el paladar refrescante de las rocas
caído del cielo en perlas para la sed,
con el presentimiento
de que la vida está hecha de besos,
de palabras, de cantos, de esperanzas.
Soy el mismo que quiebra el nixtamal en el molino Corona
y nace callosidad en sus manos porque
despaja el arroz o el café en el mortero hecho
de un viejo tronco de guachipilín,
y, al ritmo del mazo de doble cabeza
siente en sus manos el poder del trueno
que en el cielo le ladra a la lluvia
y en el suelo aterra a los perros flacos
de esta terracota habitable
llamada vida campesina
que se debate entre lodazales
y nubes de polvo
donde quizá un día haya escuela
y habré de conocer los libros.
El mismo cipote chuña que baja al pueblo
a vender rollos de tusas para los ticucos,
flores de izote, naranjas, limones, patastes.
Al que un día, en pago de nada
alguien le tiró un libro descuadernado
para que lo tirara más allá, con la basura,
pero que en sus manos se convirtió
en un espejo de cuyas roturas
brotaban versos de César Vallejo.
Soy ese que ende leña con hacha,
y aunque el metal canta al relámpago con la madera,
presiente la futura culpa de cargar a lomo
esos preciosas leños
que en lugar de convertirse en marimbas
reviviendo los pájaros que anidaron en el árbol,
se volverán cenizas en un fogón.
Sí, soy ese joven que arrea tres mulas cargadas de leña
en las calles de Santa Rosa de Copán,
porque si no vende,
no podrá pagar su derecho a ir al colegio y tener un título,
que sea favorable como un ala
y le vuelva cercana la cuchara en el plato.
Soy ese oficio con título de profesor
y la idea de creer que cambiaré el mundo,
esa burla en un billete de Lempira
que se descolora en el bolsillo,
mientras es testigo
del paro militar,
de la convención política
y la iniciativa privada
que hipoteca la patria,
en el significado
que los poderosos no tienen madre,
sino que comercian
las veredas, los arroyuelos y los azahares,
como quien vende la puta que habita en sus corazones
en un negocio de baratillo,
porque la oportunidad de ser cada día más desvergonzados
creen perderla
y la cuestión es ser, o no ser, rico.
Soy ese aprendiz de poeta sospechoso
haciendo teatro de calle,
de camino real,
de escuela rural,
poesía sin fama,
tinta en la rúbrica de las bombas lacrimógenas
que lo porrean cuando se une a la resistencia
en el sudor de creer
que sólo el arte
conjugado en la textura del amor,
te da los amigos necesarios
para que la patria emerja del calabazo
que sigue cargando
por esa vereda
donde el ojo de agua
es un manantial
que vierte las raíces de los pinos y los liquidámbares
en gotitas
que ponen el cielo en su paladar.
Soy el exiliado
tasado en la cacería,
mano militar, disparo y fechoría,
a salvo porque el primor solidario
le ha abierto paso
en las fisuras del viento
donde ha luchado por otros
porque la vida es una antorcha
de manos iluminando senderos
cuando no caminas sólo.
Soy este,
que te lee sus palabras de abuelo,
de yerbero y cuidador del espíritu de Palmerolo
y te dice que no se equivocó de camino
porque va por veredas con incontables libros abiertos
y sonrisas de bien de lectores amables,
siendo sólo un aprendiz de poeta
que quizá viaja
dentro de un calabazo
surgido del paladar del mismo suelo
de donde emerge el agua,
la leña,
los pájaros y las marimbas
despertados por las centellas del cielo
que en los días de lluvia
asustan a los perros flacos de la ignorancia.
-Candelario Reyes García
15 de mayo 2022